Lamentablemente, llega un momento en la
vida en que uno tiene que aceptar que el tiempo es finito. Con esto quiero
decir que se acaba, no que no es grueso.
Esta constatación, por razones que mis
psicólogos explicarían mejor que yo, es especialmente complicada para mí, pero
aparentemente le es complicada a humanos mucho más centrados y normales que yo.
La cuestión es que el tiempo es finito, se
acaba y generalmente uno quiere hacer más cosas de las que caben en 24 horas,
en 15 días de vacaciones o en 70 años de vida.
Y para algunos de nosotros elegir es una
tortura. Sabemos que cada elección que hacemos implica deselegir un montón de
otras cosas. Queremos ir a acá y allá, pero elegimos ir acá y quizás ya jamás
tengamos la oportunidad de ir allá.
Por eso creo que a veces los prejuicios son
buenos, llega un momento en que al menos nos ayudan a elegir. Llega un momento
de la vida en que es bueno quedar fiel a sus prejuicios y ya no intentar
cambiarlos ni desafiarlos.
Eso me da la facilidad de que me digan
lo que me digan, jamás me tentaré en ver
una película de Ben Affleck o Clint Eastwood, ni a leer a Coetzee o Manuel
Puig, ni a escuchar a Yes o Lisandro Aristimuño.
Probablemente me esté perdiendo cosas
maravillosas, pero la verdad es que aunque venciera mis prejuicios de todos
modos me perdería de otras cosas maravillosas porque, justamente, el tiempo es
finito.