domingo, 8 de marzo de 2015

Angelina Grimké

En la primavera de 1838, una mujer llamada Angelina Grimké daba un discurso en la ciudad de Filadelfia. Era una reunión de los abolicionistas, movimiento que luchaba por el fin de la esclavitud. Afuera una multitud furiosa gritaba y arrojaba piedras. Las ventanas estallaban y los vidrios volaban por el salón. Difícil decir si lo que más enfurecía a la multitud era la igualdad entre blancos y negros que sostenían los abolicionistas o el hecho abominable de que una mujer hablara públicamente frente a una audiencia mixta de hombres y mujeres. Al otro día, el edificio fue incendiado. Probablemente, si hubieran sido negros, lo hubieran incendiado con ellos adentro.
En aquella época, en los Estados Unidos, la esclavitud era parte del status quo. Los estados del norte habían ido derogándola desde principios de siglo, pero en los estados del Sur permanecía inalterable. Para la mayoría de los norteños, los abolicionistas eran extremistas peligrosos que no respetan el derecho de cada estado a tener sus propias leyes y ascendían a los negros a seres humanos con los mismos derechos que los blancos. Todavía en 1857, la Corte Suprema estadounidense llegó a declarar que "los negros eran tan inferiores que no poseían ningún derecho que debiera ser respetado por los blancos."
Sólo un pequeño número de norteamericanos formaban parte del movimiento abolicionista. De sólidas creencias cristianas, querían usar el Evangelio para convencer a sus compatriotas de lo injusto e inaceptable de esas prácticas. Sus compatriotas consideraban que lo inaceptable eran los abolicionistas.
Angelina Grimké pertenecía a una rica familia de Carolina del Sur. Desde pequeña se había sentido horrorizada por el tratamiento recibido por los negros. Con el paso de los años comprendió que el Sur no era lugar para ella y se mudó junto con su hermana Sarah a Filadelfia.
Rápidamente las dos hermanas se vieron envueltas en el movimiento abolicionista. En 1836 Angelina saltó a una peligrosa fama al escribir una carta dirigida a todos los periódicos del Sur. Bajo el título "Llamado a las mujeres cristianas del Sur" Angelina se dirigía a todas las madres, hermanas, hijas y sobrinas de los dueños de esclavos, intentando convencerlas de que la esclavitud se oponía a las Escrituras, ya que todos los hombres eran libres e iguales ante Dios.
Todos los ejemplares de la carta fueron quemados públicamente y se declaró que si Angelina volvía al Sur, sería encarcelada y juzgada.
De todos modos, Angelina no tenía ninguna intención de volver al Sur. Estaba ocupada en discutir con la mayoría del movimiento, que consideraba que no era correcto que una mujer hablara ante audiencias mixtas. En esta lucha, encontró el apoyo de algunos hombres como Theodore Weld, con quien se casaría en 1838 en una ceremonia muy especial que fue celebrada por dos sacerdotes, uno blanco y otro negro y en el que los votos no incluyeron la palabra obedecer, como era la costumbre.
Pero volviendo al siglo XIX, poco a poco, la opinión pública del norte fue cambiando, en gran medida debido al trabajo de los abolicionistas, a la difusión de las atrocidades cometidas por los dueños de esclavos y también a la novela La cabaña del tío Tom, una novela escrita por otra mujer, Harriet Beecher Stowe, que paradójicamente, también se había enfrentado con Angelina por el tema de los discursos.
Angelina llegó a ver el fin de la esclavitud tras la guerra de Secesión, pero eso no acabó con sus ímpetus luchadores, ya que para entonces, abrazó la causa de las sufragistas, mujeres que pedían poder votar al igual que los hombres.
Murió en 1879, y para entonces solo dos estados de la Unión habían aprobado el voto femenino: Wyoming e Utah. Tendrían que pasar 40 años para que se aprobara una enmienda de la Constitución que otorgó el derecho de voto a las mujeres. En Argentina, esto recién ocurriría en 1947. Pero esa es otra historia.